
Daymé Arocena, cantante, compositora, jazzista, rumbera, canta siempre vestida de blanco y con los pies descalzos, entregándose al público con una energía tremenda. Autora de dos discos, Nueva Era (con el cual la descubrió el mundo) y Cubafonía (con el cual la descubrió Cuba), recomienda por esta vez, ella, que es una mujer de mar, el agua dulce de un río.
Daymé Arocena no sabía a dónde había llegado. Era de noche y para colmo se había ido la luz. De una cosa sí estaba clara: andaba por alguna parte del centro de Cuba, algún poblado de las montañas. No había más que frío, oscuridad y un sonido: el del agua cayendo estrepitosamente.
Daymé, su novio Pablo y el chofer del taxi llevaban casi tres horas subiendo y bajando lomas en un almendrón chirriante. Era tortuoso pero divertido. Era una sorpresa. Por eso Daymé no sabía nada. Estaba cumpliendo 26 años ese día 4 de febrero, y todo aquello era el regalo de Pablo.


“Yo no tenía ni idea de que El Nicho existía” –dice Daymé–. “No es un lugar como Varadero que, aunque nunca hayas ido, al menos sabes que existe”.
Esa noche los recibió Mary, una señora que les contó que antes vivía en Cienfuegos, con sus hijos ya bastante crecidos. Pero se enamoró del Gordo, se fue a vivir ahí, en medio del Escambray –el tercer sistema montañoso más importante de Cuba–, y juntos abrieron el primer paladar que se conoce en El Nicho.
Alumbrándose con un quinqué, Mary les cocinó pescado, una fuente entera de congrí y chicharritas de plátano. “Esos guajiros cocinan super” –dice–. “Lo mejor es comer con ellos”.
—Mañana levántense tempranito –les aconsejó Mary.
A las cinco y media de la madrugada, los gallos empezaron lo suyo y la pareja se despertó con aquel coro. Mary les preparó leche caliente y un pancito con queso para el desayuno. Recién había salido el sol cuando llegaron a las cascadas.
“Como fuimos tan tempranito El Nicho era para nosotros dos. Recuerdo que cuando vi la primera cascada, que es la de la entrada, dije: ¡ay, dios mío, qué cosa más linda! Pero, la verdad, en el momento en que se me abrió el corazón fue cuando vi todas esas cascadas al mismo tiempo. Sentí que estaba viendo a Oshún (deidad yoruba de los ríos) delante de mí. Ahí fue donde sentí fuerzas para subir hasta el final, hasta donde nace el río, porque sentía la energía de aquel lugar”, cuenta Daymé.
El Nicho tiene probablemente las aguas más frías de todo el país. Incluso en agosto uno siente cómo te corta la piel a cuchilladas, y entonces es preferible quedarse quietecito en una piedra salpicándose los pies y refrescándose a cada rato la cara.
Las aguas nacen en una cueva subterránea y corren loma abajo hasta llegar a la presa Hanabanilla. Son tan azules y tan claras que a una de las pocetas –especies de piscinas naturales– le pusieron por nombre Poceta de Cristal.
Esta poceta da paso a la gran cascada, y luego a la Poceta de los Enamorados, la primera y más pequeña de todas. Como apenas Pablo y Daymé pudieron bañarse en pleno mes de febrero, se quedaron tranquilos, sintiendo la humedad y el frescor de aquel sitio.
“Yo no tenía ni idea de los sonidos del agua cayendo en forma de cascada, y uno lo siente así como fuuuuu…” –dice Daymé y silba bajito–. “Es una sensación rara, de alivio y de limpieza”. Daymé se enamoró tanto de esos sonidos que sacó su Tascam y se puso a grabar. “Un sonido limpio, porque estábamos solos. Lo hice con la intención de usarlos en mi música, pero no he regresado a ellos. Podría incluso usarlos en la intro del disco que estoy haciendo ahora” –dice como retomando la idea–. “Fíjate, ahora hablando de eso, puedo volver a esas grabaciones, porque la intro va a ser como sumergida en el agua. Es un efecto que hemos intentado, que te da la sensación de estar dentro del agua, donde todo se oye lejos y raro. Porque este es un disco muy espiritual. No va a tener ni grandes orquestas, ni colaboraciones. Solo somos mi trío y yo. Cubafonía fue un disco con una onda muy grande. Entonces la intención es romper con eso, hacer la otra cara, lo que somos sin esa super banda, sin esos productores, sin esa cantidad de músicos. Lo que somos en esencia. Es un disco experimental, más jazzístico, oscuro e intenso”.

Después de pasar el día recorriendo El Nicho, Pablo y Daymé regresaron a la casa del Gordo. Aunque el esposo de Mary falleció hace unos años, todo el mundo sigue diciéndole así: la casa del Gordo, donde todavía Mary recibe a los visitantes con un plato de comida criolla. Allí comieron, se despidieron, y volvieron al taxi.
“Sinceramente, todo eso fue una de las cosas que agradezco haber vivido, para saber las maravillas que hay en el país y de las que no se habla. Para saber de la gente que vive ahí. Yo no sabía qué cosa era una sierra, ni estar entre las montañas. Y creo que, si uno quiere conectarse con la tierra, hay que pasar por esa experiencia de seguro”.
En el camino el chofer paró para dar botella –así se le dice en Cuba al autostop– a un amigo. Cuando el hombre montó en la parte delantera del almendrón, miró a la pareja, se volvió hacia el chofer y le preguntó:
¿Oye, esa no es la cantante, la que sale por el televisor?
El chofer miró por el espejo retrovisor, dudó, volvió a mirar y al fin respondió:
No mijo no, no es esa.
El amigo también volvió a mirar, e insistió:
Oye, yo creo que sí.
Daymé y Pablo no dijeron nada. Iban detrás escuchando, medio riéndose, pensando en la gente de aquel lugar, tan cómica, que se quedaron con la duda brutal de si era, o no, Daymé Arocena la que regresaba de El Nicho.