
¿Por qué esta pequeña isla es tan atractiva para todo tipo de personas?
“Cada vez que voy a Cuba, a mi regreso me comporto como un folleto de turismo. Aburro a mis amigos hablándoles de las distintas maneras en que amo el idilio improbable”, escribió en una oportunidad el ensayista Pico Iyer. Y yo sé bien cómo él se siente. Esta atormentada e iconoclasta isla de encantos tropicales me tiene embrujado hace tres décadas.
La fuerza de Cuba “cala más profunda que el material de los panfletos de viajes. Es algo irresistible e intangible”, anota Juliet Barclay. “Es como si”, añade Arnold Samuelson, recordando su primera visita a Cuba en 1934, “todo lo que has visto anteriormente se te olvidara y todo lo que ves y oyes ahora te resulta tan extraño que sientes… como si te hubieras muerto y revivieras en otro mundo”. El ambiente etéreo de la ciudad, hoy en día más pronunciado, se convierte en material de novelas. “Me despierto sintiéndome distinta, como si algo estuviera cambiando dentro de mí. Algo químico e irreversible. Aquí existe una magia que se hace camino por mis venas”, nos dice Pilar, un personaje cubano-americano de la novela de Cristina García Dreaming in Cuban (Soñando en cubano).

Prácticamente cada estadounidense que conozco y que ha estado de visita en Cuba ha regresado cautivado, hasta un punto que pocos otros destinos inspiran. Y esto a pesar de la imagen negativa del país que durante seis décadas han propagado administraciones estadounidenses y amargados adversarios. Lamentablemente, Cuba es todo lo que dicen… y, a la vez, desde su propia manera críptica, ¡ninguna de esas cosas!
Explicar el atractivo excepcional de Cuba es como tratar de explicar la magia del sexo a una virgen. Barclay lo entendió bien. No puede ser visto, tocado o fotografiado, aunque el telón de fondo físico –lo tangible– está integrado a la experiencia emotiva del visitante.
La primera reacción es sentirse atrapado en los años cincuenta del pasado siglo. Desteñidos anuncios de Hotpoint y de Singer evocan las decadentes décadas en las que Cuba era virtualmente una colonia de los Estados Unidos. Con altas aletas traseras, voluptuosos sobrevivientes de los días de gloria de Detroit se encuentran también por doquier: DeSotos de cromados cintillos, corpulentos Buicks, elegantes Plymouth Furies y otras ostentosas reliquias, de cuando los autos americanos reflejaban el culto hollywoodense a la riqueza, la fantasía, el exhibicionismo y el sexo, que en aquellos tiempos era también sinónimo de La Habana. Todo el “glamour” de la puesta en escena de una ópera en desuso permanece allí, recubierta por la pátina del tiempo.
Deambulando por las calles de La Habana, uno siente como si estuviera viviendo dentro de una novela romántico-detectivesca. No quieres dormir por temor a perderte una experiencia vital. Antes de la Revolución, La Habana era un lugar de intrigas y escabrosos romances. La Babilonia batistiana ofrecía un banquete tropical de pecado. Espías y conspiradores acechaban en la sombra. En la actualidad, la ciudad aún tiene una buena dosis de bordes cortantes y sombras siniestras. El aliento, la intimidad del compromiso, de la conspiración, todavía aletean en el aire. (Aunque ahora mucho menos que en 1992, cuando viajé a Cuba por primera vez.)

Hay algo de Narnia en Cuba y mucho de Alicia en el País de las Maravillas. Lo que extasía a los visitantes es la sensación de haber penetrado en los predios embrujados del más allá. Por supuesto, te encuentras a solo 90 millas de los iluminados centros comerciales y McDonald’s de la Florida, pero has cruzado un arcano umbral para descubrir el inesperado espacio inquietante, lleno de excentricidad, erotismo y misterio. En cuanto sales del avión, sucumbes ante el ferviente atractivo “délfico” de la Isla. Es imposible resistirse a sus misterios y contradicciones.
La primera vez que fui a Cuba, lo hice por mar y de noche, como los clandestinos personajes de la novela Tener y no tener, de Hemingway. Al amanecer me recosté en la barandilla de la nave mientras el viento batía mis cabellos y pasábamos frente a un imponente castillo que domina la entrada de la bahía. En 1895, Winston Churchill se había sentido “loco de alegría, pero acalorado” cuando se aproximaba a La Habana por mar. “Este era un lugar donde cualquier cosa podía suceder. Este era un lugar donde con certeza algo iba a suceder”. Yo también sentí la misma desbordante sensación de riesgo y de aventura, casi sexual por su intensidad.
La seducción es algo que te atrapa muy pronto en Cuba. De manera literal. Es el pasatiempo nacional, y lo disfrutan por igual ambos sexos. “Es la libre expresión de un pueblo de alto vuelo espiritual confinado a un mundo políticamente autoritario”, escribió el periodista argentino Jacobo Timerman. Para los visitantes, el jubiloso erotismo, parte de una mayor y contagiosa alegría que permea la vida en Cuba, es excitante, liberador y atractivo en igual medida. La Revolución ha igualado los sexos a mayor escala que en el Reino Unido y, en especial, en los Estados Unidos. En muchos aspectos, Cuba está mucho más avanzada en nuestra era de lo políticamente correcto. Y, sin embargo… en los asuntos más inesperados, los cubanos se muestran desafiantes y deliciosamente fuera de moda para el visitante.

La vida aquí parece paradójica. Socialismo y sensualidad. Comunismo caribeño. Cuba es, después de todo, un país tropical –y por demás, latino. Los centros nocturnos son fáciles de encontrar, vibrantes de sonido, desde el jazz al reguetón y desde el son a la salsa. Indicios del viejo sabor habanero todavía pueden detectarse en cabarets como el Tropicana, la extravagancia pre-revolucionaria al aire libre, ahora en su octava década de paganismo en tacones altos.
Aunque la mayoría de los cubanos no tienen el dinero para ir a tales sitios, son muy ricos en espíritu, bondad y relaciones sociales… un recordatorio de que la vida puede ser más plena con menos cosas. Recordatorio, sobre todo, de lo que tanto amo y admiro de los cubanos y de la comunidad cubana: cómo llevan su corazón y sus vidas a flor de piel. Cómo te miran a los ojos y te hacen partícipes. Seguros y sin reservas. Sin sentirse juzgados. Blancos, negros y de cualquier color intermedio, todos viven en armonía, como iguales, con confiada y natural tranquilidad. Es inspirador. Y olvídense de la insularidad, del concepto estadounidense de que “la casa del hombre es su castillo”. Un promedio de quince visitantes que no pertenecen a la familia entran a cada casa cubana diariamente. Las puertas y las ventanas están abiertas para que los cubanos vivan sus vidas a la vista de todos, tentándote a espiar a través de las rejas, de la misma forma en que uno se siente tentado a echar una mirada furtiva cuando los vecinos olvidan correr las cortinas de sus casas. Incluso las persianas de los hogares maternos (las casas locales de maternidad), permanecen abiertas de par en par, mostrando a mujeres en batas de dormir y con nueve meses de embarazo, tendidas en sus camas cuidando sus hinchadas barrigas, mientras los ventiladores de techo refrescan el ambiente. Te sientes un voyeur en la escena de una película de Fellini.
A lo largo de Cuba, las mujeres se sientan en los rellanos de las puertas o colocan sillones en las aceras para disfrutar del cotilleo diario… los hombres sacan mesas para la calle y, sin camisa, se ponen a jugar al dominó… mientras los niños, sonrientes y alegres, juegan al aire libre, recordándole a James Mitchener “una pradera de flores. Bien alimentados, bien calzados y vestidos, eran el rostro permanente de la tierra”.
Está también el ingenioso e infatigable buen humor frente a persistentes carencias, el lamentable deterioro y las penas perturbadoras. Hay belleza en la inocencia inmaterial de los cubanos (aunque eso está cambiando) y en la alegre forma en que le dan la vuelta a la adversidad disfrutando, con muy pocos recursos, de los placeres más sencillos: dándose tragos de ron, bailando la rumba con movimientos de cadera y bien pegados el uno al otro, en improvisadas cumbanchas.
Adonde quiera que vayas te verás rodeado de ritmos sexuales. Cuando caminas por la calle, cubanos que tú no conoces te invitan a participar. La música va subiendo de tono hasta el punto de que llegas a pensar que hasta las botellas de cerveza se van a poner a bailar. Los amigos y los vecinos llegan, te toman de la mano y te besan en la mejilla. Te empujan a la calle para bailar. Es lo mismo en toda Cuba. Cubanos que acabas de conocer te abrazan, te dicen amigo y te invitan a sus casas. Eres festejado con la bondad humana que te dan sin exigir nada a cambio.
Resulta difícil creer que la Ley sobre Comercio con el Enemigo del Gobierno estadounidense esté dirigida a este pueblo gentil y generoso. ¿Cuántas veces he llorado mientras bailaba, como quien dice, con el enemigo?