
Le dolían mucho las rodillas, estaban oxidadas como dos viejas bisagras. Casi no veía, se le condensaron las lágrimas, se aferraron a sus pupilas formando una nube que le hacía mirar en blanco y negro, a veces solo en negro. No oía mucho, pero recordaba sonidos: el ladrido de un perro, una nota de trompeta con sordina, la voz que lo despojó de sus bienes, y la tos, la insoportable tos… Hablaba sin parar, era su única defensa, su última trinchera.
Pepe tenía 88 años y 9 meses; hay quienes se ven mejor a esa edad, e incluso con más años. Pepe no: estaba cansado, decepcionado, y la decepción empeoró su salud. A menos de 24 horas del 17 de diciembre de 2014 sufrió el que sería su último infarto masivo. Era un asiduo sobreviviente de infartos y de ataques de ira, todos o casi todos provocados por Cuba… Eso decía Pepe.
“Mira mi’jo, me fui de Cuba hace 52 años, no creí nunca en ese gobierno. El comunismo no funciona, ni en Cuba, ni en la Luna. Yo siempre fui un hombre humilde, de campo, trabajador, y lo perdí todo, me lo quitaron todo, llegué sin un céntimo a New Jersey y trabajando duro hice fortuna. Llevo 52 años apoyando toda acción no violenta en contra de ese gobierno. Uno muere con sus principios y convicciones bien en alto, aunque al final estos te pateen la cara”. Eso, según su hijo Saúl, me hubiera dicho Pepe de haberme conocido personalmente. También, según Saúl, Pepe me hubiera preguntado si yo era comunista. “Ese amigo tuyo se la pasa apoyando a esos comunistas…”. Saúl sabe que no, pero nunca se lo aclaró, tampoco me dijo que esa fue la razón del por qué jamás me presentó al padre, a pesar de conocernos desde hace tantos años.
Pepe murió el 22 de diciembre. Murió como vivió: agradecido del país que lo adoptó y disgustado con el país donde nació. Sin embargo, hay amores que, por sufribles, se tornan insuperables. Juró y pidió le juraran que, no importa lo que pasara, quería ser enterrado en Cuba, en la tumba de los Pérez Gracia junto a los huesos de sus padres, a quienes jamás volvió a ver. Habría sido mejor regresar en vida, pero su orgullo le pateó la cara y con los años se le fue la vida y también Cuba.
Yo no soy familia de Pepe, ni lo conocí, de haberlo hecho no le hubiera dado explicaciones, ni reprochado por sus desmedidas convicciones pero sus cenizas se van conmigo a Cuba. Pepe regresa conmigo. Ni su viuda ni sus dos hijos desean acompañarlo en este viaje. “No es rencor –me dice Saúl–, es por respeto a su memoria… Tal vez el próximo año”.