“La Habana es una ciudad hembra”. Ese estribillo de la canción de Alex Cuba, músico cubano que vive en Canadá, no paraba de sonar en mi cabeza mientras concebía esta edición.
Siempre imagino a La Habana como una mujer fecunda, con brazos y piernas abiertas, de donde salimos y entramos todos. Una ciudad que te ruega que la dejes, con la misma violencia que te implora que regreses.
Y cuando hablo de fecundidad no me refiero a que sea la más poblada de Cuba. Con más de 2 millones de habitantes, 3 millones si contamos su población flotante –es la que más personas recibe de otras ciudades de Cuba–, sin embargo su población decrece desde 1996. La reducción del número de nacimientos y el saldo migratorio negativo son las principales causas.
En la Habana hay son, bolero, reguetón, jazz, música clásica, rumba… Se baila guaguancó y casino. Se disfruta la danza contemporánea, el baile español, el ballet clásico. Se juega pelota, dominó, fútbol, baloncesto. Hay católicos, yorubas, ortodoxos rusos, santeros. Yo me crié en La Habana viendo en los cines ciclos de cine ruso, francés, noruego y, en la televisión, lo último de Hollywood. Vi obras clásicas y mucho teatro cubano. En La Habana puedes caminar por las calles y oír comentarios acerca de la situación en Burundi, de la Bolsa, del Amazonas, de física cuántica, de pelota, o del pollo que no vino a la bodega, del papel sanitario que lleva meses sin aparecer.
No puedes identificar a un habanero por el color de su piel, por la textura de su pelo o por sus rasgos físicos. Hay de todo. Gente de piel blanca con pelo afro, gente de piel negra con pelo lacio, chinos mulatos, negros muy negros, blancos muy rubios.
Por eso digo que La Habana es una mujer fecunda de espiritualidad, de creación. Una ciudad de belleza profunda, que hay que aprender a reconocer.
Es una de las más antiguas de las Américas, y cumple 500 años el 16 de noviembre. Si usted está pensando visitarla, olvide la foto clásica de los almendrones. Dispóngase a vivir la intensidad que le propone esta ciudad mujer.