Fotos: Otmaro Rodríguez
Comienzo con una precisión: la fama universal del Floridita la ostenta su bar –debido al mito alrededor de Ernest Hemingway, desde que en 1933 comenzara a visitar este lugar y deviniera cliente asiduo hasta el final de su vida, y porque este bar es considerado “la cuna del daiquirí”, coctel nacional de Cuba y uno de los más famosos internacionalmente.
Después de 1959, el bar-restaurante Floridita pasó al modelo de gestión estatal, pues no era permitida la propiedad privada. Hoy continúa bajo este estatus, como parte de la empresa extrahotelera Palmares.
Ubicado en el inicio del bulevar Obispo, zona neurálgica de paseo y turismo en la vieja Habana, el Floridita tiene una arquitectura interior que sugiere la forma de bolsa de la bahía de La Habana (estrecho en su entrada, donde está el bar, y abultado en su interior, donde está el salón del restaurante). Su estilo Regency afianza su elegancia y singularidad. Los frescos en sus paredes recrean las fortalezas del Morro y La Cabaña (en el bar), así como el ultramarino pueblo de Regla, el puerto con sus barcos en proceso de reparación y el convento de San Francisco de Asís (en el salón), todos colocados en la misma visual desde la que se observan al entrar por la bahía.
Su bar es bullicioso, con la música en vivo muy alta, pero así les gusta a quienes allí llegan de todas partes del mundo, al menos eso impresiona a primera vista. Su daiquirí frappé, sin dudas, es el mejor del mundo porque mantiene intacta la técnica y las proporciones de su creador Constante Ribalaigua, quien cuidaba al detalle que la mezcla idónea de ron, azúcar, limón y hielo, después de pasada por la batidora, cayera en copa de manera fluida y sin sobresalir de la misma –este daiquirí es la versión popularizada del original, que se servía con trozos de hielo y había sido creado por Jennings Cox, en el oriente de Cuba. En la actualidad hacen daiquirís evolutivos de mango, fresa, piña, coco, hierba buena y otras variantes como el daiquirí mulata con ron añejo y crema de cacao. Pedí el daiquirí de mango y el de hierba buena, ambos con delicado equilibrio de alcohol, sabor, dulzor y frescura; insuperables. Recientemente, y muy merecido, el bar del Floridita obtuvo el International Timeless Award en el Tales of the Cocktails, New Orleans, evento conocido popularmente como el Oscar de la coctelería y de los espirituosos.
La carta menú del restaurante está centrada, fundamentalmente, en recetas con frutos del mar como langosta, camarones y pescados. Tienen una carta de vino extensa, que incluye varias de las mejores bodegas y marcas internacionales, con botellas desde 17 hasta 1 900 cuc.
Para el entrante elegí la crema Floridita que me hizo recordar los sopones caseros de antaño, pues resalta los sabores de la sazón cubana. Su base es una bechamel saborizada con caldo de mariscos y pescado, un toque de salsa criolla y reducción de vino blanco, a la que se le agregan daditos de langosta, camarones y pescado al estilo del chef; ración abundante, nutritiva y bien presentada. La cesta de panes artesanales hechos in situ devela buen trabajo en la panadería de su cocina. Para el plato fuerte elegí una langosta con el corte mariposa, grillada y presentada sobre lecho de trocitos salteados de guayaba, papaya y piña, guarnecida con tamborcito de puré de boniato y calabaza, coronado con ruedas de zanahoria y tiras de pimiento rojo. La combinación de colores de la guarnitura y la fusión en boca de esta con las frutas tropicales resultó interesante; mientras, el dulzor y acidez de dichas frutas contrastaba con el fuerte sabor marino del molusco y provocaba otras apreciaciones de sus propiedades organolépticas, aunque, desafortunadamente, la langosta estaba pasada de cocción por lo que no estuvo en su punto de sabor natural ni jugosidad.
Algunas de las especialidades de la casa tienen nombres alusivos a Hemingway como gran plato Hemingway (langosta, pescado y gambas en salsa de ajo y alcaparras), entre otros. También, en el rubro de las especialidades, se puede degustar la cayuca mixta al mirepoix, combinación de langosta, pescado y vegetales salteados al ron; no lo pedí pero supe que tiene gran aceptación. El flan de coco sobre base de naranja me decepcionó, pues ni su sabor era para recordar ni su textura la adecuada, más bien resultó tieso, demasiado compacto. Es un restaurante caro para quienes viven en Cuba, sin embargo, los precios de mariscos y pescados son asequibles para quienes nos visitan: en otras partes del mundo estos alimentos se comercializan a precios astronómicos.
Es evidente que la gestión de recursos es limitada, tanto en su cocina como en sus actividades de mantenimiento general: durante todo el tiempo que estuve allí, caía desde un split una gota de agua intermitente sobre uno de mis hombros; la cocina requiere renovación de algunos equipos y, aunque el chef Ube Gómez trabaja para desarrollar la cocina fusión y estilizada, el resultado se complica con los inconvenientes del día a día.
Se percibe un buen servicio, con sentido de pertenencia y orgullo de trabajar en este bar-restaurante emblemático de la gastronomía cubana. Destaco la profesionalidad y gracejo de Orlando Blanco (Papo). Es impresionante su dominio de la famosa historia del lugar y su afán por “complacer” siempre, manteniendo el legado de sus fundadores y equipo de antaño.
Sugiero que desarrollen estrategias para garantizar la “alta cocina” que corresponde a este restaurante de lujo; cocina que no está nada mal, pero podría alcanzar la cima como sí la ostenta, sostenidamente en el tiempo, su exitoso bar, también conocido como “la meca de la coctelería en Cuba”.
Evaluación
Salón: 9.55
Cocina: 8.11
Bar: 9.75
Total: 9.13