Es madrugada de algún verano cualquiera. Después de disfrutar de un concierto, un grupo de amigos merodeamos por La Habana. Y cuando cierran todos los lugares y la mayoría duerme ¿a dónde recala la gente con ganas de seguir compartiendo? En el Malecón, quizá, el lugar de encuentro más popular de Cuba.
Es impresionante que esta construcción (tiene 8 kilómetros de largo), ejecutada en tres etapas (entre 1902 y 1958) exclusivamente como una muralla de contención para el embravecido mar, sea escenario de muchas de las vidas no solo de La Habana sino de la Isla toda.
Abres la ventana y miras afuera,
la ciudad te espera en algún lugar.
Sales a la calle y te vas al muro
donde siempre hay alguien,
donde empieza el mar.
Así define en su canción Muro, el trovador Carlos Varela. La escribió en los duros noventas, quizás la época donde más ha estado concurrido El Malecón. En aquel tiempo era frecuente que la ciudad se volviera un agujero negro por los apagones. A la sazón, para ser arropados por la brisa del mar ante el sofocante calor y acompañados muchas veces de algún ron de la bodega, ese muro fue el espacio para matar el tiempo y conversar o quejarse de lo sublime y hasta lo divino.
También fueron esos años cruentos donde desde este muro se echaron a la mar tantos cubanos en busca de nuevas y mejores vidas.
Son tanta historias sucedidas en El sofá de La Habana, como han bautizado popularmente los cubanos a este hilo grueso y largo de concreto, que cómo no amarlo y sentirlo adorable, místico y hasta añorable.